miércoles, 30 de enero de 2008

Progresión


Share/Bookmark

domingo, 13 de enero de 2008

OBST UND GEMÜTLICH (Fruta y velluda)

.


Es una tarde obscura y obstusa de domingo.

Tengo DOS pensamientos

que, no obstante,

son demasiado largos como para enhebrarlos con palabras.

Así que intento relajarme:

cagar un poco, un plátano, un té negro

—hay dos imanes olvidados en un lateral de la nevera—

y quisiera tocar la guitarra

pero tengo las uñas largas e incómodas

y demasiada pereza como para arreglarlas.

Estos versos y yo nos parecemos

entre nosotros y a una —probablemente— mala traducción de Charles Bukowski.

Seguro que él también anduvo rebuscando

en este hediondo cajón de la miseria

pero cambió su té por un trago de whiskey

y su plátano plástico por un cigarro, o dos.



Hay más Bukowskis, tan sólo que no saben

primero que lo son

segundo que no son los primeros

tercero que eso hace que dejen de ser únicos

y cuarto de estar, de costura, de baño y medio.



¡Lo que escupo con tal

de no limpiar el piso —que tan poco he ensuciado!
Share/Bookmark

viernes, 4 de enero de 2008

EggS


Share/Bookmark

hUNGER


Zavs se encontraba en un planeta extraño. Un comité de bienvenida, fastuoso y pesado, se alineaba junto a la puerta de su nave. Y ni siquiera tuvo que abrir la puerta, ni siquiera tuvo que caminar por la alfombra roja que habían extendido; en un fogonazo, sin darse ni cuenta, se encontraba en una sala de recepción, rodeado de las más provectas y provechosas personalidades. Aún desconcertado por el inesperado desvanecerse aquí y aparecer allá, Zavs tenía las piernas temblorosas y la respiración entrecortada. Un gran hombre, seguramente algún embajador o alto dignatario, se acercó a él con paso solemne y orgulloso:

― Respire, querido invitado, disfrute del fresco aire de nuestro planeta.

Y Zavs, ablandado por la voz sonora y roma, tomó una gran bocanada de aire, que en verdad era fresco, con un cierto aroma mentolado muy agradable. El gran hombre le miró con expresión curiosa:

― ¿Sabe usted que cada vez que respira mueren dieciocho personas?
― ¿Có…cómo dice?
― Sí, dieciocho, ni una más ni una menos, cada vez que usted toma una de nuestras preciosas bocanadas al mentol.
― Pe… pero… ¿y qué puedo hacer?

Zavs empezó a hacer visibles esfuerzos ―inútiles esfuerzos― por no respirar, se amorató un poco y luego se deshizo con el silbido de una olla a presión; acto seguido y sin poder evitarlo, como el fuelle veterano de una fragua, tomó una bocanada aún mayor.

― Bueno, con ésta última puede que hasta veinte personas.
― ¿Qué hago entonces? Dígame, ¿cómo puedo evitarlo?¿debería dejar de respirar?

El gran hombre le dirigió una mirada compasiva y un tanto oblicua:

― Así sólo conseguiría que murieran dieciocho personas más una: usted. Pero siéntese, siéntese, no se altere…

Un sofá mullido, de magnífica piel, le esperaba. Y Zavs, todavía no repuesto de la conversación, se dejó caer mansamente, abrazado por el formidable relleno de aquel sofá. No pudo por menos de admirarlo:

― Excepcionales sofás tienen ustedes, sí señor, en mi planeta serían la más grande envidia.
― Sí, tiene razón, señor Zavs. Son hechos a manos por niños a los que se les han arrancado los ojos. Se les promete que, si confeccionan el más precioso sofá, se les devolverá la vista.
― ¿Qué está diciendo?
― Es sólo una artimaña, claro, no se les devuelve la vista, como usted comprenderá. Tras unos cuantos sofás, ellos mismos lo comprenden. Entonces se usa el hambre para atenazarlos. La promesa de un grano de uva basta para que el sofá sea tan cómodo y confortable como el que está disfrutando.
― ¿Y entonces?
― Para tenerlos en vilo y que los sofás sigan siendo extraordinarios, hay que mantenerlos hambrientos… al final, mueren de inanición, pero dejan tras de sí varias obras de arte. Los mejores llegan a hacer hasta veinte sofás. Se calcula que por cada veinte personas que se sientan a un sofá muere uno de estos niños.

Zavs echó una ojeada a la sala. Había como mínimo doscientas personas, arrellanadas bajo sus tremendas panzas, repartidas en los sofás. Diez niños muertos de hambre. Empezó a sentir una oleada de náusea verde y pegajosa. Entonces entraron los camareros, impolutos, portando grandes bandejas repletas de manjares.

― Coja, señor Zavs, coja uno de estos canapés: le aseguro que son la mayor delicia que habrá probado jamás.
― Y luego me dirá que han muerto cien mil personas para confeccionarlo…
― No, hombre, descuide, son de salmón, no se mata a nadie para hacerlos.

Zavs, aliviado, se abalanzó sobre la bandeja y, en un periquete, cayendo un poco en la desvergüenza, se zampó seis o siete canapés. Hay que admitir que estaban terriblemente buenos.

― Vaya, ¿dónde tienen estos salmones?
― Son salmones de los ríos del norte. Salmones gigantes. De hecho, uno sólo de estos salmones podría alimentar a varias familias. Pero sería un desperdicio. Hay que matarlos con cuidado y luego dejar que la carne se pudra lentamente. Cuando toda está putrefacta y apestosa, milagrosamente, en el centro del salmón, queda un pequeño trocito intacto y brillante. Este trocito es el que se acaba de comer usted repetidas veces.
― ¿Dejan que la carne se descomponga para hacer estos canapés?
― Sí, y ha habido revueltas, no se crea, sobre todo durante las hambrunas, porque algunos lo consideraban injusto… ¡pero no me diga que no están ricos!

Zavs hizo un rápido cálculo: había respirado unas trescientas veces (eso suponía cinco mil cuatrocientas personas muertas), se había sentado en un sofá (hecho por un niño al que le arrancaron los ojos y dejaron morir de hambre) y se había comido siete canapés (unas veinte familias agonizando por la hambruna). Pero no sólo eso, la sala entera no paraba de respirar, de comer, de sentarse en sofás… ¡aquello era para volverse loco! Desesperado, empezó a ser consciente del monstruo en que se estaba convirtiendo desde la llegada a aquel planeta: un asesino, un ser inhumano y cruel. Se levantó de repente del sofá maldito, renunció a los canapés de salmón y empezó a medir sus respiraciones. Todo fue inútil: el sofá seguía allí, el gordo de más a la derecha se regocijó por los canapés rechazados y se los echó al coleto sin pensárselo…¡y todos seguían respirando!

Oprimido por la culpa y la vergüenza, abandonó la sala a todo correr. Quería volver a su nave, huir de aquel mundo infecto, volver a ser inocente. Pero cuando llegó a la nave, la imagen más desoladora estaba ante sus ojos: todos los cadáveres de los que era responsable se apilaban cubriendo la nave. Más de siete mil, de todas las edades, yacían allí, amontonados, haciéndole imposible entrar a la nave. Y cada vez que respiraba, dieciocho cuerpos inertes caían sobre el creciente montón con un ruido sordo y terrible.

Share/Bookmark