miércoles, 20 de agosto de 2008




No conozco mejor manera de echar a perder un caballo que darle órdenes contradictorias. Por echar a perder aludo aquí al proceso de convertir un caballo noble en una bestia desquiciada y errática. Una manera clásica, el fallo de muchos principiantes, consiste en clavar espuelas y, a un tiempo, tirar de las riendas. No es casual que sea un fallo de principiantes; cuando uno empieza a montar a caballo se suelen juntar dos condiciones que propician este error: la falta de equilibrio y el miedo. Al combinarlos resulta que se da la orden con las piernas, instando al caballo a correr y cuando éste, efectivamente, corre, el jinete se desequilibra y “cae” por su propia inercia hacia atrás, colgando su peso de la boca del caballo, exigiéndole así que pare. El miedo bloquea el entendimiento y hace que el principiante no sea capaz de asimilar todos estos acontecimientos simultáneos ni de ponerles remedio.

Bien, este sencillo Método para desquiciar da grandes resultados también en personas. Sí, puede parecer cruel, así que no lo aplicaremos… muy descaradamente. Lo que haremos será intentar que estas “órdenes contradictorias” parezcan una condición del entorno. ¿Cómo? Bueno, en primer lugar no provendrán de un único actor, incluso no provendrán de uno que sea fácil de acotar. Su origen será difuso y esto dificultará el relacionarlas. En segundo lugar, no las aplicaremos de manera puntual en el tiempo de forma que puedan llamar la atención, sino que estarán presentes en todo momento. Su permanencia las hará parecer parte consustancial del cuadro y esto dificultará el identificarlas. En tercer lugar no las aplicaremos de manera puntual en el espacio –no gritaremos a un solo individuo– sino que gritaremos al aire, y dejaremos que éste transporte nuestro mandato a cada uno de los dispuestos oídos. Esto facilitará el llegar a todos, sumergiéndolos en las mismas aguas.

Freud quizás pensó que había descubierto algo cuando pronunció “Neurosis”. En realidad le puso nombre a una realidad que estaba recién comenzando, a un nuevo fenómeno de producción humana. Somos los caballos desquiciados de ojos en blanco, sudorosos, irascibles, asustados. Nos clavan mil espuelas y nos frenan mil riendas. Tenemos que ser productivos, nos estresa. El estrés nos hace dormir mal, desarrollar comportamientos compulsivos, comer. Tenemos que sentarnos a trabajar durante ocho horas al día. Pero tenemos que estar en forma, tenemos que ser estéticamente perfectos. Tenemos que pasárnoslo bien, que ser felices. Tenemos que ser tolerantes, pero tengamos miedo (del terrorismo, de los inmigrantes…) Tenemos que ser monógamos, estables, fieles, compartir. Pero cada uno tiene que desarrollarse como individuo, solo. Pero el sexo es rey. Pero hay que ser atractivo, que seducir. Tenemos que consumir, que consumir, que consumir, que rodearnos de objetos. Pero lo importante son las personas. Tenemos que ver la tele, que escuchar música, que usar internet. Pero tenemos que mantener relaciones sociales, una familia...


¡Qué pena de animales tan bellos!

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viernes, 1 de agosto de 2008

OjO VagO


Recuerdo llevar un parche en el ojo derecho de pequeño. Entonces, el concepto “ojo vago” tenía algo de divertido y singular. Me permitía ser un equilibrista sobre la fina línea que separa a los que deben y no deben llevar gafas. Mi ojo, hoy, veinticuatro años después, sigue exactamente igual. Y no es precisamente vago. Llamarlo así sería pecar de inexacto, faltar a la verdad. Mi ojo izquierdo funciona perfectamente; mi cerebro, sin embargo, renuncia a usarlo. A menos que no le quede más remedio, claro. A veces lo pongo a prueba y cierro mi ojo derecho durante un rato: le ofrezco a mis neuronas la tiniebla. Entonces, fatigosas e indignadas, empiezan a conectar lentamente los dormidos cables que llevan la luz desde mi ojo izquierdo a donde quiera que sucedan las imágenes. Así, transcurrido un rato de frenesí desganado y reticente, vuelvo a ver perfectamente, abandonando el ojo su estado permanente de abandono.

¿Abandono? No... no es abandono. Diría que es más bien renuncia. O miedo. Renuncia a ver la realidad por partida doble. Renuncia hastiada a tener que procesar dos veces el espectáculo que el mundo despliega. Así, desde la cautela, mi cerebro decide amortiguar el daño y le da la espalda a mi ojo izquierdo. Con un mundo es suficiente, se dice, y deja que las neuronas correspondientes se dediquen a construir alternativos mundos: ésos que sólo se ven en los sueños y en los momentos lúcidos. Tengo, en consecuencia, un cajón lleno de juguetes y, al tiempo, una deficiencia en mi percepción de la realidad, de la que sólo me llega la mitad. O puede que sea miedo lo que me gobierna. Miedo a poner en marcha la maquinaria pareja y ver que hay un pequeño matiz que no concuerda. Ver que hay una dolorosa y mínima falla resonando entre mis imágenes del mundo. Y puede bien ser esto pues cuando, cansado ya, reabro mi ojo derecho, sufro un largo y disonante calvario. La vuelta a la realidad habitual: a los colores, las formas, las distancias… es como un reacostumbrarse a respirar el tóxico oxígeno.

Por la noche, no obstante, o cuando la oscuridad se adueña de mi entorno, mi ojo derecho pierde la supremacía. Entonces regreso indulgente a lo que no he podido ver durante el día. Vuelvo a mis pequeños mundos, a mis antípodas, a donde sólo yo sucedo. Y ahí, en comunión brutal conmigo mismo, me felicito por tener un ojo vago: un bastión permanente en la tierra de nadie tan fecunda.
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