Soy un carguero rosa de vientre desvirgado por el óxido. Una mole, un coloso de hierros abrazados sin ira. Albergo unas bódegas lúgubres, tranquilas, tan sólo perturbadas por el canto fatal de los delfines —histeria colectiva, carcajadas pletóricas de oxígeno. Mi calado es constante y traicionero, diez metros vomitivos impasibles. Soy un desequilibrio involuntario y chistoso quizás para Newton y Arquímedes. Eureka si me hundiera, si a mí me fuera dado sumergirme nada más que dos puercos e insidiosos milímetros. Dos nada despreciables —para mí— milésimas de metro: la envergadura de una mosca enana o de una artificial y descatalogada mosquita del vinagre.
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Así yerro, deambulo suspendido por dos fuerzas obtusas, propulsado por quién sabe qué impulso oscuro y ahora desmembrado. Un elefante rosa de branquias atrofiadas, una ballena rosa que sufre dermatitis galopante. Mil camarotes muertos de la risa, de frío, de miedo, de muerte natural y, sobre todo, de asco. Un patito de goma sonriente y con el vientre lleno de pitidos cree comandar la nave, cree entender cartas naúticas mugrientas —aceite, café y sangre—, cree incluso algunas tardes, que va a saber usar el astrolabio. Pero lo fabricaron, egoístas, patanes, lo fabricaron, los muy malnacidos, con las alas pegadas, con las puntas de éstas, más científicamente maldiciendo, agarradas con saña al chirriante y elíptico agujero del culo. Sonrisa imperturbable, eso sí, quizás de gozo o vicio o ambas cosas.
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Así van siete eras, doscientas treinta y cuatro glaciaciones: varitas de merluza con y descongeladas. Y no he llegado a puerto; no he sido ni capaz de tropezarme un poco con la espuma festiva de las olas —el pato no vomita por su boca sellada. Sería, puede, si un griego con la boca repleta de centeno me juzgara, el fétido argumento de una tragedia obscena. Pero lo sería tanto, griego idiota, como el toser de un perro o un trozo de cecina. ¡Y una mierda! Aquí no hay más tragedia que la tuya, la intersección perversa —y también, a mi juicio, apriorísticamente inconsistente— de Kepler, Galileo, Arquímedes, Copérnico, y esa ristra imposible de morcillas. Sin olvidar tampoco a Heráclito, Parménides, la abuela tuerta del primo de Protágoras y algunos rayos UVA muy cabrones que cambiaron indemnes la adenina y timina.
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Si fuera una pistola o una cabra... o un osito demente de rica gominola... pero soy un carguero rosa con cierto pabellón de Disneylandia, flotando aquí, encerrado, en esta libertad tan infinita que mis miedos pespuntan. ¿Dónde está el sumidero de esta charca? Homenaje a Coriolis y me pierdo, levógiro o dextrógiro, o como marque entonces la etiqueta. Viajo por cañerías, pi erre cuadrado y sigo sin espíritu, erre que erre, sigo, sin espíritu, ciego, melancólico, atónito... esdrújulo, en resumen. Sin prólogo, sin índice, escéptico y romántico, ditirámbico a ratos. Polifónico. Esperpéntico y críptico. Sobredosis de tilde, llanamente. Infradosis de vida, tristemente. O todo lo contrario. O nada, o nadie, o nueve, o una bola de nueve... o diez centímetros cuadrados tres cua... ¡cua! ¡Tripulación, despierte, naufragamos! Ciervos y yo subidos tres cua... ¡cua! ¡Tripulación! ¿me escucha? llena de dineros y Tanathos y Porthos y todo mosquetero sin mosquete, con sus moscas tan sólo, su mosqueo. ¿Naufragamos o coges un bote salvavidas? ¡Ay, iluso, no hay, iluso!
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Y todo sería tan maravilloso... tanto... que no va a suceder.
1 comentario:
Me gustan los guiones largos o rayas. No me gusta que los usen de forma individual de forma equivalente a los dos puntos retóricos, como sí hacen los ingleses y otros salvajes. Me gustan los juegos fónicos. No me gusta que se pierdan por no leer en voz alta. Me gustan los textos que juegan. No me gusta que, siendo poemas, no guarden las convenciones propias de su tipo textual, con una disposición tipográfica en líneas que anuncie al lector el modo mental con el que debe leer.
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