Entre, quítese la ropa excepto los calzoncillos y póngase esta bata. Deja una de esas batas que parecen de papel sobre la camilla. Es azul oscura. Sale de la habitación y me quedo acompañado de los gruesos brazos metálicos que descansan allí, dormidos del mundo. Visto la bata con la abertura por delante aunque tengo la certeza de que debería ser al revés. La chica, pudorosa, no entra, sino que introduce una mano menuda por la abertura de la puerta dándome a entender que está ahí fuera esperando a que yo termine. Cuando quiera. Entra, ahora sí, y prepara un lecho de placas. Colóquese aquí, con los pies juntos. Separe los brazos...así, agárrese aquí con las manos. Pegue la espalda a la parte de atrás. Ahora le diré que no respire y que respire, ¿de acuerdo? Asiento y quedo inmóvil viendo cómo ella sale y se coloca al otro lado de la ventanita que hay en la pared izquierda. El ojo de rayos me mira frente a frente, puedo sentir su respirar afilado e inmisericorde. ¡No respire! Y contengo el poco oxígeno que hay en ese momento en mis aburridos pulmones. ¡Clonc! Oigo el disparo y siento la ola de radiación atravesarme. La bata se mueve imperceptiblemente contra el vello del pecho, impulsada por dios sabe qué partículas subatómicas. Mis células quedan arrasadas. He sobrevivido, por ahora, a una pequeña catástrofe nuclear. Este procedimiento se repite otras dos veces, con distintas posturas. Ya no noto la oleada caliente de los rayos x, parezco estar acostumbrado a ella. Hemos terminado. Me visto y espero los resultados fuera. Son unas radiografías enormes, salgo a escala, casi de cuerpo entero. Veo mis costillas, mi columna vertebral, mi cráneo: los trozos de piedra que me sostienen.
Ya en casa, por la noche, siento los huesos cansados y doloridos, reblandecidos por ese mar de átomos que los ha doblegado. Mis células se duelen, no en su composición, sino en su dignidad.