El derecho a la huelga me parece, sinceramente, el derecho a la pataleta, a la rabieta, a decir “¡Eh, que estamos muy enfadados, que esas decisiones vuestras no nos gustan nada!”. Luego, que eso se traduzca en alguna rectificación por parte de los gobernantes ya es harina de otro costal. Y no estoy hablando de esta huelga concreta con estos gobernantes, me refiero a cualquier huelga. Porque la huelga viene a ser en la política lo que es la canción protesta en la música. Suena y suena y suena; pero ese soniquete no tiene ningún efecto en el mundo real.
Lo cierto es que considero las huelgas una forma un tanto primitiva de funcionar. En esta democracia —gobierno del pueblo— en la que el ciudadano supuestamente tiene la potestad de participar en el gobierno, lo único que se puede hacer en realidad es depositar un papelito cada cuatro años para votar por alguno de los partidos políticos que se presentan a las elecciones. Por descontado, son listas cerradas, así que no se puede votar a los individuos, sino a los partidos. Luego, como era de esperar, los ciudadanos no son consultados ni una sola vez hasta pasados otros cuatro años. En todo ese tiempo, el partido en el gobierno tomará las decisiones que estime oportunas según sus intereses políticos —más conocidos bajo el nombre de interés general—. Si alguna de esas decisiones no gusta, los ciudadanos podran optar por las siguientes opciones:
- Aguantarse.
- Poner los ojos en blanco.
- Ir a un bar y poner verde al gobierno, en animada conversación con camarero y amigos.
- Despotricar del gobierno junto con el gasolinero mientras se reposta.
- Ver un canal de televisión contrario al gobierno, donde una serie de tertulianos encendidos despotrican. Por poco más de un euro, también, mandar un sms para que toda la audiencia vea su formada y bien argumentada opinión.
- Colgar un comentario en algún periódico digital, cuidando de evitar términos como “hijos de puta”, para que su opinión no sea censurada.
- Hacer huelga.
Todas estas opciones son igualmente efectivas.
Cuando era pequeño y me contaban lo de la democracia, en mi cabeza rondaba más bien la idea de una democracia participativa. Es decir, donde el ciudadano decide qué se hace y qué no se hace. Entiendo que organizar un referéndum en el S.XVIII era muy complicado, y parecía más eficaz que el ciudadano se inmiscuyera lo menos posible en la política —sin apartarlo del todo, no obstante, dejándolo expresarse una vez cada cuatro años—. Hoy día, sin embargo, cuando hay miles de terminales que podrían recoger el voto de los ciudadanos (estoy pensando desde los ordenadores personales hasta los cajeros automáticos), no entiendo por qué persistimos en el arcaismo de elegir a un grupo de personas que nos dirijan y, si algo no nos gusta, salir a la calle con banderas y pitos para demostrárselo. ¿No sería más fácil que participáramos desde un principio en la toma de decisiones?
Las huelgas huelgan, o menos huelga y más juerga.
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