Barajas, una de la mañana. Un limpiador, con peinado pulcrísimo, se esmera silencioso por dejar el suelo reluciente sin molestar ni un poco a los que duermen. Lleva raya a la izquierda y un tatuaje inesperado en el brazo derecho. Los durmientes se reparten sobre los incómodos bancos diseñados, tal vez, para sentarse. Así, se ven obligados a ensayar un infinito repertorio de posturas: todas igual de molestas pero, en los primeros minutos, igual de soportables.
La cafetería está cerrada desde hace ya más de dos horas. Tiene sillas blancas de plástico que asemejan la cáscara de un huevo que alguien se hubiera entretenido en pulir. Lanzan destellos de autosatisfacción; tienen la autoestima bien alta; son bonitas, admiradas: son felices. Vivimos en un mundo —ahora, o quizás exclusivamente hoy, lo percibo— de destellos y aromas agradables. Un mundo en el que no se puede hacer una foto fea. También se vuelve cada vez más difícil fotografiar una sonrisa limpia. Cuba vive jedoch en la otra faz de la tierra. Es un estado gobernado por la mugre y lo decrépito. Un reino donde aún huele mal y hay charcos y barro por las calles. Los objetos no son felices en la isla: o al menos no disfrutan de la felicidad ostentosa de los nuestros. Los objetos allí son humildes y se esfuerzan por perdurar y funcionar: algunos lo consiguen, muchos no. Pero son objetos que habitan un mundo con sonrisas, un mundo en el que el ser humano no ha sido hipertensado para ser capaz de fabricar innúmeros objetos felices y perfectos. Por eso el hombre allí puede distender sus facciones en una carcajada no estudiada, no comandada por el estrés ni por el rol; gobernada exclusivamente por el goce.
No tengo conocimiento para valorar las cuestiones políticas. Y es algo que tampoco me interesa. Pero sí me interesa constatar que es posible —que existe— otro modelo de vida; que el hombre alberga aún la capacidad de sonreír. Ahora, sin embargo, entre nosotros, parece que sólo sonrieran las cosas.
Hay quizás en el mundo una cantidad fija de alegría que distribuimos entre personas y objetos. En un tiempo pareció que, con la ayuda de las máquinas, duplicaríamos la porción de alegría que toca a los hombres y éstos disfrutarían felices de más tiempo mientras las máquinas hacían objetos a su vez felices. No ha sido así. No.
La cafetería está cerrada desde hace ya más de dos horas. Tiene sillas blancas de plástico que asemejan la cáscara de un huevo que alguien se hubiera entretenido en pulir. Lanzan destellos de autosatisfacción; tienen la autoestima bien alta; son bonitas, admiradas: son felices. Vivimos en un mundo —ahora, o quizás exclusivamente hoy, lo percibo— de destellos y aromas agradables. Un mundo en el que no se puede hacer una foto fea. También se vuelve cada vez más difícil fotografiar una sonrisa limpia. Cuba vive jedoch en la otra faz de la tierra. Es un estado gobernado por la mugre y lo decrépito. Un reino donde aún huele mal y hay charcos y barro por las calles. Los objetos no son felices en la isla: o al menos no disfrutan de la felicidad ostentosa de los nuestros. Los objetos allí son humildes y se esfuerzan por perdurar y funcionar: algunos lo consiguen, muchos no. Pero son objetos que habitan un mundo con sonrisas, un mundo en el que el ser humano no ha sido hipertensado para ser capaz de fabricar innúmeros objetos felices y perfectos. Por eso el hombre allí puede distender sus facciones en una carcajada no estudiada, no comandada por el estrés ni por el rol; gobernada exclusivamente por el goce.
No tengo conocimiento para valorar las cuestiones políticas. Y es algo que tampoco me interesa. Pero sí me interesa constatar que es posible —que existe— otro modelo de vida; que el hombre alberga aún la capacidad de sonreír. Ahora, sin embargo, entre nosotros, parece que sólo sonrieran las cosas.
Hay quizás en el mundo una cantidad fija de alegría que distribuimos entre personas y objetos. En un tiempo pareció que, con la ayuda de las máquinas, duplicaríamos la porción de alegría que toca a los hombres y éstos disfrutarían felices de más tiempo mientras las máquinas hacían objetos a su vez felices. No ha sido así. No.
2 comentarios:
Si era tan sólo la una de la mañana, dudo mucho que en el aeropuerto de Barajas (Madrid, España) estuviese la gente durmiendo…
Por mi parte, hoy las máquinas han duplicado mi gozar estético por hacerme posible leer esto. El enfoque de los objetos ha sido mu potito, qué quieres que te diga: inesperado y revelador, y se me ha reído algo por dentro. Tú decías que no sabías escribir, ¿no?
¿Quieres hacer el favor de cambiar la hora del blog? Tienes puesto el huso horario de las Islas Marianas, mínimo…
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