domingo, 9 de diciembre de 2007

U nueve


U nueve Richtung Osloerstraße (rijtun osloerestrase). A las siete de la tarde, la u nueve está lo suficientemente llena como para que se pueda calificar de “incómodo”. Un exceso de humanidad no compartida en cada vagón: manadas de asteroides. Abandonamos despacio (zurückbleiben, bitte!) Zoo y nos colamos en la negrura de los túneles. Arriba, seguramente, circulan coches aturdidos y peatones borrachos.

― Hansaplatz
Tomamos aire. Intercambiamos algunos cromos: dos turcos, un alemán y un chino por tres polacas, un negro, y otro alemán -éste sucio- con un perro –éste limpio-.

Zu Osloerstraße, einsteigen, bitte!

Zu Osloerstraße, zurückbleiben, bitte!

Pi-pi-pi... ¡¡Tomp!!

Las puertas chocan plásticas y expertas. Dejamos algo de nuestra inercia en Hansaplatz, nos oponemos… pero un duende azul eléctrico empuja al tren, despacio, de nuevo por los túneles. Aquí dentro reina una luz agotada que huele a armario. Resonamos contra los raíles dormidos, nosotros despiertos, en el sueño que va de un respiradero al siguiente.

― Turmstraße
Vaciamos de nuevo la vejiga dolorida y tirante. Una vieja, dos estudiantes con tacones y máscaras de rimel, auriculares Sony sobre una cabeza de niño. Todo esto y algunas esperanzas que escapan disparadas escaleras arriba. Entra una pareja. Bueno, entran muchos más, pero entra también una pareja. En una primera impresión llaman la atención por su estatura: les falta poco para ser bajos y

Zu Osloerstraße, einsteigen, bitte!

Zu Osloerstraße, zurückbleiben, bitte!

Pi-pi-pi... ¡¡Tomp!!

mucho para ser altos. Él recuerda dolorosamente a una oveja. No sé si sus ricitos lacios o la expresión vacía y suplicante. Ella, a su vez, se arrepiente de su vida. De cada minúscula parcela, pero, sobre todo, de estos segundos presentes que el túnel va engullendo. Merece más. Pero ya es tarde para arreglarlo. Todo esto me lo gritan sus párpados cansados.
La oveja aprieta insegura un panecillo. Lo aprieta como si no tuviera otra cosa a que agarrarse: algunas migas se suicidan alegres. “¿Por qué no me bajo?” Piensa ella. Quiere huir de la oveja que bala sonrisas serviles. Alguien dobla el Berliner Zeitung con un estrépito terrible, hay una mujer desnuda en la última página. La impresión en color sobre papel de periódico vuelve su cuerpo viejo y deslucido.
Han conseguido comunicarse. Ella se ha rendido.

― Birkenstraße
Ahora quiere entregarse, quiere llegar lo más cerca del cielo a lomos de su oveja. Poco a poco, se van envolviendo en una intimidad frágil y tensa. Cuando la aprietan

Zu Osloerstraße, einsteigen, bitte!

Zu Osloerstraße, zurückbleiben, bitte!

Pi-pi-pi... ¡¡Tomp!!

demasiado, algunas miradas se suicidan alegres sobre las collejas blandas de los pasajeros. “¡Si tan sólo pudiera estar erguido, quitar esa horrible curva de su espalda! Pero yo le enseñaré, yo lo transformaré…” Se apartan, incómodos, para dejar espacio a la señora que entra con una bicicleta verde. Una sonrisa enorme y fofa invade el hocico de la oveja. Ha divisado dos sitios y arrastra ufana a su pareja de la mano. Se sientan, abandonan el estrado. Ahora vuelven a ser dos ciudadanos grises como un número par. A partir de aquí, ya no sabremos nada más de ellos.

― Westhafen
Hay que hacer transbordo. Me escapo entre los azulejos amarillos que chillan en la estación. A mi espalda, amortiguado por el aire pesado y sucio, sigue resonando

Zu Osloerstraße, einsteigen, bitte!

Zu Osloerstraße, zurückbleiben, bitte!

Pi-pi-pi... ¡¡Tomp!!

Subo las escaleras de dos en dos. No tengo prisa, sólo es que me divierte. Respiro. El sol pone al rojo los raíles en su huída. El S42 está en camino.

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sábado, 17 de noviembre de 2007

¡Oh, Capitán, mi Capitán!

«Un día del verano de 1938, ofensiva del Ejército Nacional en Extremadura, en la siberia extremeña. Llegamos hasta el pueblo de Zarza Capilla donde se paró para establecer línea de frente. El mando me ordenó aparcar en un olivar cercano a la carretera. Allí nos repartimos por los olivos para comer algo y dormir un poco, porque estábamos despiertos desde madrugada. Nos repartimos por los olivos, a la sombra, y ocultamos los camiones lo mejor que pudimos. ¡Pero nuestro descanso duró poco! Apareció una escuadrilla de aviones enemigos que empezó a bombardearnos, atraídos por el cebo de los camiones. Yo, que estaba acostado debajo de un olivo, tumbado debajo de una manta, miré hacia arriba y vi caer las bombas desde un avión con un estruendo terrible. Es impresionante ver las bombas en busca de uno: pues los proyectiles de artillería no se ven aunque sí se oyen; pero como la velocidad de las bombas de aviación es menor, pues se ven venir, todas negras, y formando un estrépito terrible… La impresión era que me iban a caer todas las bombas en la cabeza.

Por un… reflejo involuntario, me agaché y salí a gatas hasta refugiarme detrás de un montón de piedras que había cerca, en una linde. Cayeron las bombas, ¡muy cerca! porque a mí me parecía que caían todas encima. Pero en fin... al fin se despejó la cosa y tuve… gracias a Dios de no recibir ninguna. Fui a recoger la manta y estaba hecha jirones.

Cada cual que explique el asunto como quiera.

Luego, para más… desgracia, tuve que recoger en una manta los trozos de cerebro de un sargento que estaba durmiendo muy cerca de mí.

Ahí termina la historia.
»


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martes, 13 de noviembre de 2007

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La primera abstracción es la palabra.

Todo proceso de resolución de un problema requiere, si ha de ser exitoso, de una adecuada identificación de las distintas variables en juego (esto, que es evidente en la ciencia, ocurre de igual manera en todos los campos del conocimiento que se enfrentan a la resolución de problemas). El hombre se enfrenta, desde hace ya unos miles de años, al problema Mundo. Más concretamente, a la proyección del problema Mundo que el hombre es capaz de percibir.

Para lidiar con ese problema muchos se han tomado la molestia antes de que naciéramos nosotros de identificar las variables. A cada variable le asignaron una combinación de sonidos (no única, pero sí única en cada lenguaje). Así, crearon un vastísimo registro de variables, traducibles más o menos completamente entre los distintos lenguajes. Nacieron las palabras.

En un segundo paso, otros (o quizás los mismos) se tomaron el trabajo de, a cada uno de esos sonidos o de esas combinaciones de sonidos, asignarle un símbolo o una combinación ellos. Nació la escritura.

Las palabras nos permiten estructurar el pensamiento. El texto que estás leyendo no es más que una sucesión de palabras, cada una con un reflejo sonoro, que están asociadas a conceptos u objetos. Desde que naciste has ido aprendiendo de manera inconsciente estas asociaciones que están, por así decirlo, acordadas. Así, si yo escribo manzana, no has podido evitar, al leerlo, pensar en una manzana (quizás roja, quizás amarilla, quizás verde, esa variable no había sido determinada, así que has tenido la libertad de pensarte tu propia manzana). Seguro que no has pensado en lo que llamamos piña, ni en lo que llamamos muelle o semicorchea.

Con las palabras construimos ideas y no las usamos sólo para comunicarnos. ¡Ni mucho menos! Estamos tan habituados a pensar con palabras que nuestro pensamiento interno lo estructuramos con palabras: “¡Vaya, ahora se pone a llover!” o “A ver si mañana me acuerdo y echo gasolina”. Pero todo sistema tiene sus desventajas. El que usamos para enfrentarnos al problema Mundo también las tiene:

En primer lugar, aunque cuesta ser conscientes de ello, estamos limitados por la definición de variables que hemos adquirido. Esto se ve muy a las claras comparando un idioma con otro: algunos tienen conceptos asociados a una palabra que en otros idiomas sólo se pueden aprehender ―y a veces vagamente― mediante una combinación de palabras. Algún lector traductor podrá poner ejemplos valiosos.

En segundo lugar, esa limitación se extiende de manera absoluta al terreno de lo “irracional” o lo “emocional”. Sí, porque hay una parte de nosotros que no se deja apresar por las palabras. De hecho, ya pensábamos antes de inventar el lenguaje…pero lo hacíamos sin palabras. Ahora, sin embargo, no somos capaces de pensar sin palabras. Eso hace que, a veces, intentemos abusar de las posibilidades que ofrecen. Son situaciones en las que intentamos traducir a palabras la tristeza, la ira, el amor, la agonía, el contento… Estas emociones, que tienen una conexión mucho más directa con nosotros, son pobremente representadas por el lenguaje.

En tercer lugar, carecemos comúnmente de la capacidad de definir nuevas palabras. Sí las tenemos para las innovaciones en lo material, social, técnico, artístico, científico… No las tenemos sin embargo en lo humano. Una explicación de esto podría ser que el hombre en realidad no ha cambiado y no necesita nuevas palabras. Pero también podría uno pensar que el conjunto de palabras que le ha sido dado no es suficiente. En cualquier caso, es un enfoque complicado, ya que, al estructurar nuestro pensamiento con palabras, debemos cambiar un sistema basándonos en él… la ―quizás― imposibilidad de levantarnos por encima del sistema que usamos (el teorema de incompletitud de Gödel).

Y esto es sólo un ingenuo listado. El comienzo de una recopilación imposible.

La palabra, como primera abstracción, es la base para la creación de nuevas abstracciones: progreso, trabajo, libertad, muerte… pero sobre esto quizás escriba más adelante.

Vale.

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jueves, 1 de noviembre de 2007

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miércoles, 31 de octubre de 2007

Felicidades Aisladas

Barajas, una de la mañana. Un limpiador, con peinado pulcrísimo, se esmera silencioso por dejar el suelo reluciente sin molestar ni un poco a los que duermen. Lleva raya a la izquierda y un tatuaje inesperado en el brazo derecho. Los durmientes se reparten sobre los incómodos bancos diseñados, tal vez, para sentarse. Así, se ven obligados a ensayar un infinito repertorio de posturas: todas igual de molestas pero, en los primeros minutos, igual de soportables.

La cafetería está cerrada desde hace ya más de dos horas. Tiene sillas blancas de plástico que asemejan la cáscara de un huevo que alguien se hubiera entretenido en pulir. Lanzan destellos de autosatisfacción; tienen la autoestima bien alta; son bonitas, admiradas: son felices. Vivimos en un mundo —ahora, o quizás exclusivamente hoy, lo percibo— de destellos y aromas agradables. Un mundo en el que no se puede hacer una foto fea. También se vuelve cada vez más difícil fotografiar una sonrisa limpia. Cuba vive jedoch en la otra faz de la tierra. Es un estado gobernado por la mugre y lo decrépito. Un reino donde aún huele mal y hay charcos y barro por las calles. Los objetos no son felices en la isla: o al menos no disfrutan de la felicidad ostentosa de los nuestros. Los objetos allí son humildes y se esfuerzan por perdurar y funcionar: algunos lo consiguen, muchos no. Pero son objetos que habitan un mundo con sonrisas, un mundo en el que el ser humano no ha sido hipertensado para ser capaz de fabricar innúmeros objetos felices y perfectos. Por eso el hombre allí puede distender sus facciones en una carcajada no estudiada, no comandada por el estrés ni por el rol; gobernada exclusivamente por el goce.

No tengo conocimiento para valorar las cuestiones políticas. Y es algo que tampoco me interesa. Pero sí me interesa constatar que es posible —que existe— otro modelo de vida; que el hombre alberga aún la capacidad de sonreír. Ahora, sin embargo, entre nosotros, parece que sólo sonrieran las cosas.

Hay quizás en el mundo una cantidad fija de alegría que distribuimos entre personas y objetos. En un tiempo pareció que, con la ayuda de las máquinas, duplicaríamos la porción de alegría que toca a los hombres y éstos disfrutarían felices de más tiempo mientras las máquinas hacían objetos a su vez felices. No ha sido así. No.

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domingo, 28 de octubre de 2007

Eco Temprano ...ano de Hache Punto Miller ...iller

Soy un carguero rosa de vientre desvirgado por el óxido. Una mole, un coloso de hierros abrazados sin ira. Albergo unas bódegas lúgubres, tranquilas, tan sólo perturbadas por el canto fatal de los delfines —histeria colectiva, carcajadas pletóricas de oxígeno. Mi calado es constante y traicionero, diez metros vomitivos impasibles. Soy un desequilibrio involuntario y chistoso quizás para Newton y Arquímedes. Eureka si me hundiera, si a mí me fuera dado sumergirme nada más que dos puercos e insidiosos milímetros. Dos nada despreciables —para mí— milésimas de metro: la envergadura de una mosca enana o de una artificial y descatalogada mosquita del vinagre.
Así yerro, deambulo suspendido por dos fuerzas obtusas, propulsado por quién sabe qué impulso oscuro y ahora desmembrado. Un elefante rosa de branquias atrofiadas, una ballena rosa que sufre dermatitis galopante. Mil camarotes muertos de la risa, de frío, de miedo, de muerte natural y, sobre todo, de asco. Un patito de goma sonriente y con el vientre lleno de pitidos cree comandar la nave, cree entender cartas naúticas mugrientas —aceite, café y sangre—, cree incluso algunas tardes, que va a saber usar el astrolabio. Pero lo fabricaron, egoístas, patanes, lo fabricaron, los muy malnacidos, con las alas pegadas, con las puntas de éstas, más científicamente maldiciendo, agarradas con saña al chirriante y elíptico agujero del culo. Sonrisa imperturbable, eso sí, quizás de gozo o vicio o ambas cosas.
Así van siete eras, doscientas treinta y cuatro glaciaciones: varitas de merluza con y descongeladas. Y no he llegado a puerto; no he sido ni capaz de tropezarme un poco con la espuma festiva de las olas —el pato no vomita por su boca sellada. Sería, puede, si un griego con la boca repleta de centeno me juzgara, el fétido argumento de una tragedia obscena. Pero lo sería tanto, griego idiota, como el toser de un perro o un trozo de cecina. ¡Y una mierda! Aquí no hay más tragedia que la tuya, la intersección perversa —y también, a mi juicio, apriorísticamente inconsistente— de Kepler, Galileo, Arquímedes, Copérnico, y esa ristra imposible de morcillas. Sin olvidar tampoco a Heráclito, Parménides, la abuela tuerta del primo de Protágoras y algunos rayos UVA muy cabrones que cambiaron indemnes la adenina y timina.
Si fuera una pistola o una cabra... o un osito demente de rica gominola... pero soy un carguero rosa con cierto pabellón de Disneylandia, flotando aquí, encerrado, en esta libertad tan infinita que mis miedos pespuntan. ¿Dónde está el sumidero de esta charca? Homenaje a Coriolis y me pierdo, levógiro o dextrógiro, o como marque entonces la etiqueta. Viajo por cañerías, pi erre cuadrado y sigo sin espíritu, erre que erre, sigo, sin espíritu, ciego, melancólico, atónito... esdrújulo, en resumen. Sin prólogo, sin índice, escéptico y romántico, ditirámbico a ratos. Polifónico. Esperpéntico y críptico. Sobredosis de tilde, llanamente. Infradosis de vida, tristemente. O todo lo contrario. O nada, o nadie, o nueve, o una bola de nueve... o diez centímetros cuadrados tres cua... ¡cua! ¡Tripulación, despierte, naufragamos! Ciervos y yo subidos tres cua... ¡cua! ¡Tripulación! ¿me escucha? llena de dineros y Tanathos y Porthos y todo mosquetero sin mosquete, con sus moscas tan sólo, su mosqueo. ¿Naufragamos o coges un bote salvavidas? ¡Ay, iluso, no hay, iluso!
Y todo sería tan maravilloso... tanto... que no va a suceder.

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martes, 23 de octubre de 2007

Sobre la Semana de seis Días

Este texto va dirigido a aquellos que piensan que es posible vivir mejor y a los que les gustaría conseguirlo. Si no te cuentas entre el pequeño grupo que cumple ambas condiciones, lo más posible es que ni siquiera te interese.

Se trata de proponer unas condiciones de trabajo más humanas. Sobre esto se ha escrito mucho, ya Tomás Moro, en su Utopía, en el siglo XVI, propone lo siguiente:

“No comienzan su labor muy de mañana, ni trabajan continuamente, ni durante la noche, ni se fatigan con perpetua molestia como las bestias, porque es una infelicidad mayor que la de los esclavos la vida de los trabajadores que han de estar a su tarea sin descanso, como ocurre en todas partes, menos en Utopía.
Dividen el día y la noche en veinticuatro horas, dedicando seis horas diarias al trabajo, tres por la mañana, al final de las cuales van a comer. Tienen una siesta de dos horas después de la comida, y una vez descansados vuelven al trabajo por otras tres horas, que se terminan con la cena”.

De esto hace casi quinientos años. A día de hoy parece que sigue habiendo muchas cosas que podemos mejorar y aún estaríamos muy lejos de la utopía.

Una idea que normalmente uno no se plantea es la duración de una semana: siete días. Sin embargo, esto tiene una gran influencia en cómo distribuimos nuestro tiempo. Tendemos, normalmente, a trabajar días completos. Así, se ha establecido como generalidad una jornada de 40 horas, con 8 horas diarias durante cinco días. Seguidamente, se toman dos días de descanso. Ésta es, al menos, la jornada laboral teórica promedio.

Llega el momento de hacer algunas cuentas.

Con esa jornada laboral “promedio”, y suponiendo que cada día tiene ocho horas útiles laboralmente, se está dedicando al trabajo:




Bien, ésta es la distribución del tiempo útil laboralmente que tenemos actualmente, un 71,5% dedicado al trabajo y un 28,5% dedicado al descanso.

Se puede pensar, entonces, en otros modelos, en otras distribuciones del tiempo. La que propongo aquí consiste en una semana de seis días, en la que habría cuatro días de trabajo y dos días de descanso. Dicho así, puede uno pensar que eso sería inaceptable desde el punto de vista de la empresa, puesto que se trabajaría mucho menos. Bien, vamos a ver que, en realidad, debido a que las semanas son un día más cortas y se repiten, de alguna forma, “más frecuentemente”, la distribución del tiempo no cambia tanto.



Esto quiere decir que, con este modelo propuesto, sólo se estaría trabajando en realidad un 5% menos de tiempo (serían 2 horas menos en la actual jornada de 40 horas, o el equivalente a una jornada de 38 horas semanales, ya impuesta en muchas empresas en Europa). Sin embargo, soy de la opinión de que, con esta nueva distribución del tiempo, la sensación de tener más tiempo libre sería mayor que lo que los números indican. Así, el trabajador estaría probablemente más contento, tendría una mejor calidad de vida; y la empresa sólo estaría perdiendo un 5% del tiempo de trabajo.

Puede uno pensar que es imposible cambiar la duración de la semana. ¿Cómo vamos a hacer eso? Bueno, hasta donde yo sé, la duración de la semana no es ningún invariante universal, no es el valor de la aceleración de la gravedad, no es el cero absoluto ni la velocidad de la luz en el vacío. Es algo que hemos decidido nosotros. Simplemente habría que decidir cambiarlo. No digo que el proceso fuera sencillo, sino que no veo impedimento para conseguirlo. Podríamos, por ejemplo, quitar los lunes :o)

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