lunes, 30 de agosto de 2010

Rayos X

Entre, quítese la ropa excepto los calzoncillos y póngase esta bata. Deja una de esas batas que parecen de papel sobre la camilla. Es azul oscura. Sale de la habitación y me quedo acompañado de los gruesos brazos metálicos que descansan allí, dormidos del mundo. Visto la bata con la abertura por delante aunque tengo la certeza de que debería ser al revés. La chica, pudorosa, no entra, sino que introduce una mano menuda por la abertura de la puerta dándome a entender que está ahí fuera esperando a que yo termine. Cuando quiera. Entra, ahora sí, y prepara un lecho de placas. Colóquese aquí, con los pies juntos. Separe los brazos...así, agárrese aquí con las manos. Pegue la espalda a la parte de atrás. Ahora le diré que no respire y que respire, ¿de acuerdo? Asiento y quedo inmóvil viendo cómo ella sale y se coloca al otro lado de la ventanita que hay en la pared izquierda. El ojo de rayos me mira frente a frente, puedo sentir su respirar afilado e inmisericorde. ¡No respire! Y contengo el poco oxígeno que hay en ese momento en mis aburridos pulmones. ¡Clonc! Oigo el disparo y siento la ola de radiación atravesarme. La bata se mueve imperceptiblemente contra el vello del pecho, impulsada por dios sabe qué partículas subatómicas. Mis células quedan arrasadas. He sobrevivido, por ahora, a una pequeña catástrofe nuclear. Este procedimiento se repite otras dos veces, con distintas posturas. Ya no noto la oleada caliente de los rayos x, parezco estar acostumbrado a ella. Hemos terminado. Me visto y espero los resultados fuera. Son unas radiografías enormes, salgo a escala, casi de cuerpo entero. Veo mis costillas, mi columna vertebral, mi cráneo: los trozos de piedra que me sostienen.
Ya en casa, por la noche, siento los huesos cansados y doloridos, reblandecidos por ese mar de átomos que los ha doblegado. Mis células se duelen, no en su composición, sino en su dignidad.

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viernes, 27 de agosto de 2010

Subtitul_ando: The Office S02E06














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martes, 24 de agosto de 2010

Hommage à un cafard

¿Ahora?

La puerta se ha cerrado con un buen ¡tompf!. Afuera estaban los grillos dándole leña al mono. ¿Pero, por qué sigue encendido el televisor? No veo a nadie, aunque, claro, mi posición no es la mejor para estar seguros. Vuelvo atrás y cuento hasta seis: uno, dos, tres, y todo el rollo. La verdad, es un técnica absurda con un número al azar, pero me la enseñó mi madre cuando chico y no se me ocurre otra cosa ahora mismo: tengo que ir ipso facto al baño y no estoy para inventar la pólvora. Parece que se hubieran dejado la tele y la luz encendidas; es tarde ya, nadie cambia de canal y no me creo que estén viendo las noticias a las dos de la mañana: “este fin de semana el precio del cogollo ibérico ha alcanzado un máximo histórico...” La verdad, el Conde de Montecristo no ha estado mal, sólo el vestuario un poco flojo, y que ha acabado a las mil...

Bueno, voy, a la de tres —otro número al azar, la mitad de bueno que el anterior—: una, dos, y ¡tres! ¡Joder, stop, que es para el otro lado! Con la poca luz que hay aquí y el sueño que tengo, he salido hacia la puerta. Un momento... me ha parecido ver una sombra cruzarme por encima. ¡Cagando-leches-para-adentro! Un,dos,un,dos,un,dos... Uf, se me han puesto los corazones a mil. Si es que me lo dicen siempre, que al final me voy a meter en un lío gordo; pero es que concentrarme no es lo mío, y menos en estas condiciones. ¡Me cago en la leche! ¿Qué es eso? ¡Han metido un palo aquí abajo y viene para acá! Pues me voy aunque sea hacia la puerta... a que no me pillas... Oh, oh, oh, Achtung, media vuelta, retirada, que sí, que me pilla, y como no es grande ¡A cubiertooo! A ver, tranquilizarse, escuchar, pensar, ¿cómo iba eso?

Eh... parece que se va el grandullón. ¡Ahora o nunca! Si corro un poco, llego al baño en un plisplás. ¿Qué es ese silbido? Oye, y... ¿a qué huele aquí? Hmmm, qué bien hueleee, es como a rosas, es como a paraíso, eso o que estoy borracho, pero ¿he bebido? ¿El baño era por allí? Se me vuelca todo, me voy a poner a bailar: ¡una patita! ¡eh! ¡otra patita! ¡ay! Qué cansancio... cuesta horrores esto, mejor me tumbo, sí, sólo un momentín, un descansito, así, ¡ay-qué-bien!, así, boca arriba. Qué bieeen... Ya mañana si eso... ¡Ay!


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miércoles, 18 de agosto de 2010

Averías - Juan José Millás

Ahora, cuando llueve, parece que se ha estropeado algo. Cuando hace frío, también. Y cuando nieva. Todo lo que no está al servicio de la producción molesta. Sale uno a la calle y, si las condiciones atmosféricas no resultan neutrales, se cabrea, como cuando se le estropea el vídeo, la televisión o el microondas. Exigimos a la naturaleza que se comporte con el grado de fiabilidad de un electrodoméstico.
Asimismo, cuando nos duele un riñón o se nos inflaman las mucosas nasales, tendemos a pensar en el cuerpo como un aparato defectuoso, de ahí que las enfermedades nos provoquen el mismo tipo de irritación que cuando el coche no arranca. Además, como el servicio de posventa del cuerpo, que es la Seguridad Social, no funciona, la desesperación alcanza los mismos niveles que cuando se nos estropea la lavadora y el técnico tarda quince días en venir. Tiene uno un dolor de muelas que no le deja producir a gusto para contribuir al desarrollo del mercado, y resulta que el técnico de esa materia no le puede atender hasta dentro de un mes. Y eso que pagamos una cuota para hacer frente a estos imprevistos. ¿Podemos estar un mes con el coche roto, con el vídeo estropeado o con el lavavajillas inservible? No. Pues tampoco podemos estar un mes sin cuerpo o con el cuerpo en unas condiciones de rendimiento inferiores a los índices recomendados por la CE.
El otro día un trabajador llamó a su oficina diciendo que llegaría más tarde porque se le había estropeado el niño y el servicio técnico de urgencias todavía no había llegado. El niño tenía anginas y con lo del servicio técnico se refería al médico de cabecera.
Ya no podemos disfrutar de la lluvia ni del frío ni de una gripe que nos tenga tres días en cama leyendo Guerra y paz. Estamos electrodomesticados.
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lunes, 2 de agosto de 2010

LA REVOLUCIÓN - Sławomir Mrożek

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo... Ah, si no fuera por ese "cierto tiempo". Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, ésa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez "cierto tiempo" también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

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