Da miedo pasear por la que era la ciudad de la alegría. Un miedo frío que atraviesa los párpados –prueba a cerrar los ojos–. No hay pellizas que abriguen ni candelas que entibien los glaciares fracasos. La aguja del compás se desata y te acosa; su precisión punzante se te clava en la sangre. Y estás contaminado: una gota comienza a despeñarse por dentro de tus venas. No se toma su tiempo, te devora en su gris vertiginoso. Las manos, las que fueron tus manos, son estatuas de dedos. Los ojos, los que fueron tus ojos, dos canicas de hielo. Ahora puedes pasear tranquilo por la que era la ciudad de la alegría. Ahora eres un alambre de su malla gris de pasados metálicos. Puedes incluso definirte, soy el alambre 4H7Z, el alambre innecesario y oxidado. Se posará un pájaro, superviviente errante, en el hilo que formas, quizás. Sus garras diminutas abrasará tu angustia. No vuela, sin embargo, hechizado por tu infinita y geométrica tristeza. Y la duda le pesa fatigosa en las alas ¿No era ésta la ciudad de la alegría?
Olvida todo esto. Mejor olvida que existió la ciudad de la alegría. Mejor no torturarse en lo imposible. Conduce tu automóvil al siguiente semáforo. Sintoniza otra emisora de radio. Sube la ventanilla. Desaparece de aquí con tu recuerdo infame de otros tiempos mejores. Vete.
