jueves, 17 de junio de 2010

Рубцов мост

La carga del carro podría contener al universo: cajas de manzanas, camisas, tuberías, gallinas… en fin, todo lo que uno pueda imaginar (sí, sonajeros también) revuelto en un caos inconcebible e insuperable. Todo esto parecía ir persiguiendo lentamente a una mula enana, de la que el señor Grigory se pavoneaba de haber mandado sola a repartir, tan bien que conocía el camino. El constante tufillo a vodka del señor Grigory, sin embargo, hacía a muchos dudar de la proeza.

Treinta años estuvo Grigory Truglitschka con la misma minúscula mula, que al final no era más que un espantajo, repartiendo miserias por las calles. Le pedías cualquier cosa y veías su ceja alzarse y quedar suspendida unos segundos mientras repasaba las baratijas de su carro y, de repente, una chispa iluminaba sus ojos y se zambullía raudo como una comadreja para salir, al poco, triunfal, riéndose por toda la calle y levantando bien alto una espátula o una pecera. Al final, a la mulilla hubo que jubilarla, el carro se desintegró por sí mismo y volcaron sus trastos en una furgoneta abollada y enclenque que chirría a cada giro.

Del cajón de sastre del señor Grigory también salieron los hermanos Truglitschka, en completo desorden, cada uno de una mujer distinta que, en su momento, huyó, sobrepasada por esa vida de días arrumbados. Así, siempre he oído decir que en lo único que se parecen los Truglitschka es en el padre. Aparte de eso, guardan el mismo parecido que un adoquín, una flauta y un látigo. Textualmente: el adoquín es el gordo Oleg, que conduce la furgoneta con los ojos semicerrados, embutido como por milagro entre el volante y el asiento; la flauta sería Ilya que, largo y ausente, se tumba en la parte de atrás y se deja soñar hasta que le arrean para que se levante y ayude a descargar; y el látigo es Filat, copiloto, que grita incansable a Oleg en cada curva, intersección o incluso recta. Tanto, que la imagen de la furgoneta es indisociable del “¡A la derecha, Oleg, por dios santo! ¿Es que quieres que nos matemos?”.

En los últimos diez años, diez, los hermanos Truglitschka no han fallado ni un solo día; se han convertido en una hebra más del tiempo, con su traqueteo y su reptar ausente y despistado. Hoy, sin embargo, hay una nota vacilante en el deambular de la vieja furgoneta. Anoche escuché a madre en el rellano cuchicheando con Lena, la del cuarto:

¿Te has enterado, Lena? ¡Qué desgracia!

¿Qué ha sido, le ha pasado algo a tu niño?

No, no, quita, el niño está bien, los Truglitschka…

Y aquí madre rompió en un sollozo largo y suave, como el aspirar de un gato.

¿Los hermanos?

Al pobre Filat, dicen, se le ha explotado el corazón. Iba gritando alegremente por la Pyatnitskaya y, de golpe, se ha quedado mudo, la mano agarrotada en el pecho y… se ha ido.

¡Dios mío, con lo bueno que era! ¿Qué va a hacer Oleg sin él...?

¡Ay! Oleg…

Otro sollozo, ahora más doliente, como una rama que se quiebra lenta, cargada por la nieve.

Oleg, Lena… Oleg… ha saltado del puente Rubtsov, como poseído. Y resulta que el río estaba helado, duro como una piedra... Ni una pequeña grieta ha hecho el bueno de Oleg.

Hoy conduce Ilya la furgoneta. Él y su ensoñación lúgubre deambulan tan perdidos por Moscú… ¿Cómo seguir viviendo ahora, sin los Truglitschka?

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